Inician las celebraciones de esta navidad en épocas convulsas para el cristianismo. No por casualidad en noviembre del año 2021 el diario Corriere della Sera informaba que Helena Dalli, la comisaria para la igualdad de la comisión europea, propuso formalmente que en Europa se prohibiera la frase “feliz navidad”. Esta situación no es nueva en la historia humana, que ha conocido, -en múltiples épocas, circunstancias y geografías-, feroces ataques al mensaje de la navidad. Frente a ese desafío yo pregunto: ¿podemos en el siglo XXI confiar plenamente en el mensaje navideño que nos ofrece el evangelio?
La noticia que cada diciembre la Navidad nos trae, resulta inexplicable para la razón humana. Refiriéndose a los paganos, tal y como lo expresó en su hermosa epístola que dirigió a la primitiva iglesia asentada en Roma, San Pablo les recordaba a ellos que es a partir de la belleza y el orden como se puede conocer a Dios, principio y fin del universo. Reflexionar en el mensaje navideño es también interrogarnos sobre la existencia de Dios, y a pesar del dolor que nos acarrea el mal en todas sus manifestaciones, es en ese orden y esa belleza, de la que escribía Pablo, que percibimos señales de que nuestra alma espiritual no puede tener origen más que en esa portentosa idea revelada de su indudable existencia.
Negarse a dicha evidencia, es quedar atrapados en la idea insensata que de la nada surgió todo, siendo que la evidencia nos afirma que “la nada” no tiene posibilidad creadora alguna. Para llegar a esa deducción nos basta apegarnos al principio lógico de la “no contradicción”, que sostiene que una afirmación no puede ser – al mismo tiempo-, su propia negación, por lo cual pensar que la nada por sí sola pudo producir algo, representa la mayor violación de dicho principio lógico. A partir de allí viene a nosotros la pregunta más importante de la filosofía que hiciera Leibniz: ¿por qué existe todo en vez de nada? La respuesta más coherente a esa pregunta, la ofrece la inescrutable noción de Dios, concepto que ha sido revelado a la humanidad por siglos, y del cual estamos naturalmente diseñados para intuirlo. Si por la lógica anterior reconocemos que la fe es razonable, la consecuencia de ello es aceptar que lo milagroso puede suceder. Los cristianos creemos que el milagro más grande de la historia es que el Señor se reveló a la humanidad encarnándose en un hombre que vino al mundo a proclamar el mensaje más poderoso de la historia, o en palabras de George Stevens, a protagonizar la más grande historia jamás contada.
Este mes en el que celebramos la nochebuena, lo primero es advertir que esencialmente celebramos un acontecimiento y no una doctrina moral. Menos aún una teoría teológica. Conmemoramos el nacimiento de quien murió martirizado asegurando que su propósito de vida fue proclamar una verdad de proporciones escandalosas. De ahí que el erudito C.S. Lewis aseguraba que, frente a la persona de Jesucristo, no había manera de permanecer indiferente, -pues a partir de que Él afirmaba ser el mismo Creador encarnado-, solo había dos caminos: o era el demente más grande de la historia, o en efecto, es quien dijo ser.
En su favor, habla una vida coherente en razón de su misión de vida y la realidad de una prueba testimonial implacable. En este punto la experiencia nos permite reconocer que una persona podría estar dispuesta a morir por ideas que cree ciertas, aunque no lo sean, pero nunca por hechos que sabe falsos. Así pues, ¿qué sucedió en el itinerario de vida de quienes, siendo testigos de sus obras y conducta, concluyeron de forma contundente con la frase “¡verdaderamente eres el hijo del Eterno!” (S. Mateo14.33)? Me refiero a testigos todos que prefirieron morir martirizados, antes que negar el hecho de que lo habían visto resucitado. Se convencieron de acuerdo a lo que observaron, por ello “ver” es el verbo más usado en los evangelios: 100 veces en el escrito por Mateo y 220 en el de Juan. En un contexto como el de la Palestina del siglo I, ocupada por el brutal régimen de Tiberio César, aquello literalmente era un asunto de vida o muerte; no podía tratarse de una romántica disquisición de ideas, ni mucho menos de simples ensoñaciones y sugestiones, sino de “…lo que hemos visto con nuestros ojos…es lo que os comunicamos” (1Juan1:1-3).
Por otra parte, está el milagro que implicó su mensaje, de cuyo impacto el mismo Jesucristo dio fe al asegurar: “…mis palabras no pasarán” (S. Mateo 24:35). Pues bien, ciertamente la revelación que la Navidad encierra, es un concepto que el historiador Cesar Vidal resume en una expresión: Dios viene al encuentro del hombre, -y en tal aventura-, se entregó a la muerte de cruz pagando el precio del pecado, redimiéndolo. Como bien lo resume el filósofo español José Ramón Ayllón, si la fe en el misterio de la navidad fuese absurda, habría que preguntarse ¿por qué ha sido razonable para miles de hombres cultos a través de tantas generaciones, y tantos cataclismos históricos? Aún más, ¡¿qué misterioso designio ha hecho que esa quimera permanezca erguida viendo derrumbarse, por el poder de su esperanza, a tantos imperios, poderes, revoluciones y contrapoderes que se le opusieron?! ¡¿Qué poderosa fuerza hace que, una vez que se da por muerta la esperanza en el pesebre, como si fuese un fenómeno del ayer, ésta de repente se asoma nuevamente firme y atrevida hacia el futuro?!
En conclusión, creo en el milagro de la Navidad porque es una convicción razonable. Por eso entiendo que la existencia tiene sentido y propósito, y que ese propósito es forjar un carácter sustentado en el amor al prójimo, hasta alcanzar la meta de vivir la eternidad con Dios, de tal forma que la misión de cada uno, es el camino práctico por medio del cual ejercemos dicho propósito personal, y es la razón por la cual se nos asignaron ciertas capacidades, dones y talentos, a partir de los cuales, sutilmente, se nos insinúan nuestros objetivos y metas concretas. Se resume en un solo concepto: nuestro “llamado” en la vida. De ahí que la alegría es resultado de experimentar una vida intencionada espiritualmente, y de tal certeza, como bien lo señala el distinguido psicólogo español Enrique Rojas, se deriva el buen arte, la buena ciencia y la filosofía sabia. ¡Feliz Navidad 2024!
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