Aquel sábado sería diferente. Su madre lo levantó temprano y la ida a la vieja Metrópoli iba más allá de ir al mercado a comprar la verdura. Cuando llegaron a la ciudad colonial (que de colonial tiene demasiado poco), tomaron hacia el sur, y ella le explicó que, en adelante, aquella sería su casa de estudios. Lo llevó a conocer los pabellones sur, el gimnasio (hoy en ruinas) y también aquel edificio imponente donde alguna vez estuvo la Corte de Justicia Centroamericana. Del lunes siguiente en adelante aquel niño tendría que viajar a la muy noble y leal ciudad solo para proseguir sus estudios secundarios.
Una de las costumbres inculcadas en la familia, era que siempre que visitara Cartago había que pasar a la Parroquia del Carmen a rezar, primero al Nazareno, luego a San Judas Tadeo y por último saludar al Santísimo (sí, en ese orden, aunque teológicamente no sea lo correcto). El problema era que, al hincarse para hacer las acostumbradas oraciones, quedaba al descubierto algo que para los fieles de atrás podría pasar o no inadvertido, pero para el niño era todo un dilema existencial: un hueco en la suela del zapato derecho. Era común que alguna que otra piedrecilla furtivamente entrara por aquel orificio causando la consabida molestia. El novel y creativo estudiante encontró una solución para esa contrariedad: introducir una plantilla de cartón dentro del zapato para aplacar un poco los inconvenientes de caminar por las empedradas aceras (hoy esas lajas coloniales misteriosamente desaparecieron para dar lugar al concreto. Dicen las malas lenguas que se encuentran embelleciendo el patio de la casa de algún político)
Como es sabido por los habitantes de aquella ciudad, cuando llueve, el agua se desborda de los caños y alcantarillas, y como Pedro por su casa, toma las calles y avenidas, alcanzando en ciertas ocasiones tales niveles, que imposibilitan el libre tránsito. Sobra decir que las plantillas de cartón del zapato derecho del niño no estaban diseñadas para resistir los embates del “agua de caño”. ¿Estrenar zapatos? ¡Imposible! En aquella época solo se estrenaba ropa o calzado en diciembre, y eso solo si las cogidas de café estaban buenas (el consumismo de hoy nos impulsa a estrenar lo que sea para cualquier ocasión).
Sobra explicar lo que aquel niño sentía cuando miraba en una tienda diagonal a la Plaza de la Cultura, un par de zapatos que eran el objeto de su devoción. Los anhelaba y pedía a San Pancracio en la otra Parroquia del Carmen donde lo bautizaron, para que las cogidas de café estuvieran buenas, aunque su madre opinara que era muy “achantado” para tal labor que apoyaba la economía familiar al final y al principio de año. Con ese calzado no harían falta más plantillas de cartón, ni echaría de menos las piedras del camino o el agua de caño que tanta urticaria acuagénica le provocaba en su pie fuerte para jugar bola. Tampoco se molestaría por lo que pudieran pensar las personas orantes de la “banca de atrás” al mirar el hueco en la suela del zapato de aquel chico de once años, que fielmente se encomendaba todos los días a sus santos patronos.
Décadas después, el joven profesional, con trabajo estable y un salario digno llevó a su niño interior de once años a comprar un nuevo par de zapatos, los mejores que podía adquirir. Fue allí, en esa misma tienda diagonal a la Plaza de la Cultura, donde con lágrimas en los ojos y mucho sentimiento en el corazón, dio gracias a Dios, a sus padres y a las cogidas de café de antaño que le enseñaron el amor por el trabajo, por haberle dado la oportunidad de estudiar y superarse.
Docente y Psicólogo
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