En nuestro continente y en el mundo, crece el apoyo a movimientos y gobiernos populistas. De izquierda y de derecha. Aprovechan la apertura y los instrumentos democráticos para acceder al poder y al alcanzarlo lo van desmantelando progresivamente, de manera que no se note la deconstrucción democrática hasta que sea demasiado tarde. Cuando están en el poder, rechazan los poderes y medios de comunicación independientes, pero antes de ello se aprovechan de sus denuncias puntuales o generalizadas contra los gobiernos o grupos democráticos que esos populistas combaten.
Para lograr apoyo, esos movimientos se sustentan, normalmente, en 4 condiciones: 1) un descontento o una crisis general que ellos mismos aprovechan o que han ayudado a multiplicar (por ejemplo, movimientos violentos -los anarquistas o los fascistas, v.g.- o cierres de carreteras, manifestaciones violentas, etc.); 2) nos prometen una utopía (la pretendida igualdad del socialismo, la pretendida construcción de un Estado que durará un milenio y que nos devolverá al paraíso terrenal, etc.); 3) echarle la culpa de todos los males a otros (al capitalismo, al imperialismo, a los judíos, a los inmigrantes, a la casta, a los mismos de siempre, a los gusanos, a los neoliberales, a los comunistas, al bipartidismo, etc.); y 4) aprovechar la ingenuidad de algunos grupos y medios que, en su legítimo rechazo a abusos, les abren las puertas a los discursos populistas.
Me refiero a las últimas tres condiciones: empiezo por la promesa de una utopía (la número 2). Los intelectuales y algunas almas sensibles, en su afán por lograr un mundo más justo y más feliz, que es un fin loable, terminan aplaudiendo utopías poéticamente maravillosas, pero impracticables y contradictorias cuando se pretenden llevar a la realidad. ¿Quién no se estremece, cuando John Lenon nos invita a imaginar un mundo sin fronteras, cuando nos propone un mundo sin posesiones, sin hambre y sin necesidad de ambición, un mundo de hermandad, sin nada para matar o morir por (Imagine there’s no countries… Nothing to kill or die for. And no religion, too… Imagine no possessions… No need for greed or hunger. A brotherhood of man)?
Pero, con Vargas Llosa, “debemos desconfiar de las utopías: ellas usualmente terminan en holocaustos”. “El totalitarismo y la brutalidad que representa viene de la más generosa de las ideas, la de traer el paraíso a La Tierra, de crear en la Tierra la sociedad perfecta, y esa búsqueda de la perfección ha creado en la historia los peores infiernos que haya podido padecer la humanidad. La búsqueda de la perfección es no solo imposible, es la fuente de la tradición de violencia que puede tener la humanidad”.
Me hago cargo de la 3). Cuando una sociedad está desesperada, puede verse tentada a escoger fórmulas mágicas de solución y apoyar a aquellos que utilizan el “discurso de los culpables”. Desde tiempo antiguo, encontrar y señalar con el dedo a “un culpable” (a un chivo expiatorio) de los males de una sociedad, ha sido la fórmula demagógica más sencilla para engatusar a un pueblo y lanzarlo a una “cruzada” que no resuelve los problemas que les preocupan a la gente ni a los electores. Es la vieja historia de acusar a los persas en la antigüedad, o a la Unión Europea de los males de Grecia en 2014. Es la vieja historia de echarle la culpa a los burgueses capitalistas, al imperialismo yanqui, a “la casta” o a “los mismos de siempre”. Es la vieja historia de culpar a los judíos, a los musulmanes, a los comunistas, a los neoliberales. Es la nueva historia de culpar a la Unión Europea de los males de Inglaterra antes del Brexit, o de la OTAN por la guerra que inició Rusia contra Ucrania, etc. Es la historia de culpar al “establishment” de Washington, o a Wall Street, de los males de los Estados Unidos. Recuérdese, por ejemplo, que hace algunos años, Bernie Sanders aumentaba su popularidad acusando a “Wall Street” de los males de su país. Trump, por su parte, le echa la culpa al “inmigrante”, a la cultura “woke” o al “establishment” de Washington.
Me hago cargo de la 4). Utilizo una metáfora: supongamos que un día, en un bar, discoteca o restaurante; un tipejo insulta e intenta sobrepasarse con la mujer de un cliente. A reglón seguido, el cliente le asienta un golpe que lo tumba en el suelo. Hasta aquí, los demás clientes probablemente se solidaricen con ese cliente y piensen que el tipejo recibió su merecido. Pero ¿qué pasa, si ese cliente empieza a patear en la cara a ese tipejo, mientras está en el suelo? Lo predecible: el resto de la gente empieza a solidarizarse con el tipejo malcriado que insultó a la mujer de ese cliente, y empiezan a rechazar a este último progresivamente.
Algo así pasa con los juicios o noticias sobre líderes de campaña. Cuando unos fiscales o unos medios de comunicación sacan a relucir sus antecedentes y sus actos reprochables, la gente tiende a rechazar a esos candidatos o líderes de campaña; pero si, a reglón seguido, las denuncias y las noticias en su contra se repiten o se incrementan; la gente empieza a “percibir” que existe una persecución y una campaña orquestada en contra de ese candidato o líder. Entonces, empiezan a desconfiar de esos fiscales o de esos medios de comunicación, y empiezan a solidarizarse con ese tipo. El resultado práctico es que, queriendo lo contrario, terminan ayudándolo en sus objetivos, por aquello de que la inflación de denuncias, como toda inflación, termina por devaluar el objeto de las mismas. Dejan de ser creíbles y, lo que es peor, aumentan la popularidad de los afectados.
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