José Gabriel Barrenechea es un un hombre de hablar pausado, que gusta de rodearse de libros y que era invitado frecuente en las tertulias literarias de la ciudad de Santa Clara. Desde el pasado mes de noviembre este cubano, de 54 años, está encerrado en una prisión por protestar pacíficamente contra los cortes eléctricos en su pueblo natal de Encrucijada, provincia de Villa Clara. Su caso es un ejemplo doloroso de cómo la justicia puede usarse como venganza y escarmiento, una práctica cada vez más extendida en la isla.
Barrenechea fue juzgado esta semana junto a otros manifestantes de aquel cacerolazo. La Fiscalía pide seis años de prisión contra el también periodista independiente. En los últimos años, una serie de juicios ejemplarizantes contra quienes participan en protestas públicas han cimentado el camino para que en este caso las penas de cárcel vuelvan a ser desproporcionadas. Varias organizaciones internacionales han reclamado la liberación del reportero pero las esperanzas de su excarcelación disminuyen en la medida en que pasan los días. Todo apunta a otra condena cruel que sirva de escarmiento para quienes deseen tomar las calles y reclamar sus derechos.
Carente de un plan y de voluntad política para emprender los cambios que saquen a Cuba del atolladero energético y económico en que se encuentra ahora, el régimen de La Habana apela a su más efectiva estrategia para mantenerse en el poder: reprimir. En ese relato del poder intransigente que no permite ni un resquicio de disenso, el entramado judicial es una pieza clave. No basta con que la gente tema a las tonfas de los policías o a perder su empleo en una entidad estatal, hay que hacerle ver que también pasará largos años tras los barrotes si decide gritar “¡Pongan la corriente!” o dedicarle, a voz en cuello, algún improperio a Miguel Díaz-Canel.
Sin embargo, como acaban de confirmar las recientes protestas en Nepal, no basta con prohibir y amenazar para que una ciudadanía renuncie a la protesta pública. En la medida en que los motivos para quejarse aumentan y se extiende la convicción de que no todos tienen los recursos ni los contactos para escapar hacia otro país, aparecen también más personas dispuestas a arriesgar su libertad con tal de hacerse escuchar. Hay un momento en que lo que causa más miedo es seguir sintiendo miedo.
La actual situación de José Gabriel Barrenechea y de los otros manifestantes de Encrucijada es leída de dos maneras. Por un lado, las madres advierten a sus hijos de “no meterse en problemas” o terminarán en una celda, pero saben que, de seguir tragándose el enojo social, es muy probable que sus nietos también crezcan con idénticos temores. Por otra parte, los excesos judiciales alimentan la solidaridad con las víctimas y hacen crecer la ojeriza contra unos fiscales y jueces que responden más al Partido Comunista que a la letra escrita de las leyes. La gente intuye que manifestarse en la ilegalidad hoy podría ser el salvoconducto para hacerlo, legítimamente, mañana.