Una de las últimas portadas de la centenaria revista The New Yorker muestra a los padres fundadores de Estados Unidos siendo expulsados de sus despachos con sus pertenencias en cajas, una ilustración del periodo convulso que vive la democracia estadounidense.
La prestigiosa revista neoyorquina cumple cien años en pleno regreso de Donald Trump al poder y pretende seguir dejando huella con su rigor informativo y su cuidada edición de los textos que publica.
Cuatro ediciones de aniversario, siete exposiciones en Nueva York y un documental en preparación para Netflix acompañarán el centenario del semanario a lo largo de este año.
La revista es conocida por sus portadas, que convierten cada edición en una pequeña obra de arte.
La crisis de la prensa “también nos afecta”, pero “soy tozuda y veo el futuro con mucha confianza y esperanza”, dice la directora artística de la revista, Françoise Mouly, que desde 1993 está detrás de las portadas del semanario.
“Hay algunos ámbitos en los que lo digital no puede sustituir al papel: los libros para niños, los cómics y el New Yorker”, dice esta francesa rodeada de las portadas que han dado fama a la revista, expuestas en el centro cultural francés, la Alianza de Nueva York.
Ya sean escenas urbanas cómicas o poéticas o viñetas más políticas sobre el matrimonio de personas del mismo sexo, la violencia de las armas o las tensiones étnicas, las portadas deben “perdurar”.
“Si las miramos dentro de 30 años, deberíamos seguir entendiéndolas”, dice.
“A sangre fría”
A lo largo de más de 5.000 números, la revista ha publicado obras maestras de la literatura como “A sangre fría” (1965) de Truman Capote. Y suscitado el debate cuando James Baldwin escribió sobre las relaciones entre blancos y negros en Estados Unidos. Son algunos de los grandes escritores, junto con Ernest Hemingway, J.D. Salinger o Susan Sontag, que salieron en sus páginas.
La revista también ha marcado algunos de los mejores momentos del periodismo: desde su número dedicado íntegramente al reportaje de John Hersey sobre las consecuencias de la bomba atómica sobre Hiroshima aparecido en 1946, hasta el juicio del criminal nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, cubierto por la filósofa Hannah Arendt.
Más recientemente, el New Yorker recibió el premio Pulitzer por la investigación de Ronan Farrow sobre el productor de cine Harvey Weinstein, que propulsó el movimiento #MeToo.
Fueron “obras notables que realmente cambiaron el curso de la historia de Estados Unidos, y no solo del periodismo estadounidense”, afirma Julie Golia, comisaria de la exposición “A Century of The New Yorker” en la Biblioteca Pública de Nueva York.
Este no era el objetivo inicial del periódico cuando publicó su primer número el 21 de febrero de 1925.
En plena edad de oro del jazz, en la euforia de la posguerra y antes de la Gran Depresión, sus fundadores, la pareja de periodistas Harold Ross y Jane Grant, querían “una revista llena de ingenio y cosmopolitismo, una revista urbana, pero que no se tomara a sí misma demasiado en serio”, explica la historiadora a la AFP.
Cien años después, cuenta con 1,3 millones de suscriptores, la mayoría de ellos en sus ediciones digital y en papel.
Es una de las cabeceras clave del grupo mediático Condé Nast (Vogue, Vanity Fair, GQ), que la compró en 1985.
A pesar de su etiqueta elitista, la revista, de tendencia izquierdista, se ha adaptado a la era digital y depende más de las suscripciones que de los ingresos publicitarios, explicó recientemente en un programa de radio su redactor jefe, David Remnick, en el cargo desde 1998.
“Es mucho más que las páginas que la gente recibe por correo. Es un sitio web, pódcasts y un festival cultural” en otoño, añade Julie Golia. “Es una marca de increíble éxito”, afirma.
Una marca cuyos dibujos pueden encontrarse en rompecabezas y carteles, y que puede verse en bolsas de tela colgadas de muchos hombros por las calles de Nueva York.